Descendiente pueblerina, fui
creciendo con la espalda tatuada de creencias y supercherías. Como éstas me
cansaban tanto, las fui borrando una a una, las que con muchos trabajos de
repetición, por años hicieron, sobre
todo mis abuelas, y una bisabuela (aunque
conocí dos, a una de ellas, sólo la veía en reuniones familiares y lo
indispensable). Pero una equilibró magistralmente el hueco de la otra.
No sé cuántos dichos, aprendí, a razón de
escucharlos a diario. Que cuando me tocó hacer tareas sobre ellos, me sobraron
bastantes. Cada una de ellas tenía un arsenal suficientemente amplio, para
aplicarlo con nosotros a la menor provocación. Que si por la comida, que si por la sociedad, que si
por lo que dice la gente, que si por enfermedad. El caso es que mi memoria
alberga muchos, muchos dichos populares y una cantidad ingente de
supersticiones. A los primeros, les tengo más respeto, ya que fueron creados en
base a la experiencia y sabiduría colectiva. Los segundos los ponía a descansar,
en primer lugar sobre una tela de
juicio.
Y es que no es para menos. Que comer
banana durante la menstruación iba a
hacer que tuviera un enfriamiento y el vientre me quedaría inflado (gracias a
Dios, no lo creí, y tengo el vientre plano a pesar de que si la comí, las que
me dieron la gana, en la fecha que fuera). Que si salía recién después de
comer, me daría un mal aire. Dígome yo, ¿el aire es malo? ¿Cómo para causarme
un mal? Sólo por salir apresurada, a
esto nunca le encontré alguna lógica. Y
¿qué tal? El de pasar debajo de una escalera, que no sé cómo funcionaría o qué
poder oculto le vendría a un objeto inanimado para decidir sobre mi suerte. Lo
mismo va para el poner la bolsa en el suelo. Y sigue un rosario de
restricciones: no comer aguacate o huevo después de un disgusto (en este caso,
creo que depende del tamaño del disgusto, así tomes agua bendita, te caerá
pésimo), no salir con el pelo húmedo o mojado cuando está lloviendo, no sentarse en la esquina de la mesa, que no te barran los pies (esto es
desagradable, eso sí), no revolver el guisado de la olla con un cuchillo, porque
atrae peleas en casa. Y tantos de los que no me acuerdo en este momento,
algunos más ridículos o inverosímiles que otros, pero igual, nunca los tomé en
cuenta.
Pero con todo esto, a lo que voy es, a los que sí influyeron de una u otra manera
o mucho. Hay frases lapidarias que no nos dejan, aunque crezcamos o nos vayamos
muy lejos, porque van incrustadas en nosotros que se convierten en nuestra
filosofía. Sólo es cuestión de escarbar un poco sobre lo que creemos del
trabajo, del dinero, de las relaciones, con las que construimos nuestro estilo
de vida. Para darnos cuenta, lo esclavizantes que pueden ser. Y así como nos pareció tan ridícula o falsa
alguna superstición, pasa lo mismo con estas otras. Tienen el mismo fundamento
que todas: sólo con ciertas cuando las acreditamos como tal y las adoptamos.
Desgraciadamente, cuando nos empiezan a llenar como alcancía, una tras otra,
somos apenas niños, inocentes, que además, no dudamos de lo que nos dicen
nuestros mayores. Claro, ellos lo hacen con la mejor intención. Pero muchas de ellas, se contraponen con los
logros que queremos alcanzar, o nos hacen sentir culpables. Las creencias no
son buenas ni malas, nos sirven o nos bloquean y punto.
Nuestro inconsciente funciona como un
ordenador, y las creencias serían como nuestro software, él va a ejecutar lo
que se encuentre, de acuerdo a lo que tiene programado. Desechará
automáticamente lo que no reconoce como dato aceptado en un programa. No se va a
preguntar si es importante, válido o necesario, solo descartará y aceptará lo
que antes se le programó. Y como nosotros siempre andamos en piloto automático,
es muy raro razonemos, lo que se hace o
lo que se piensa, más allá de un primer
plano. Liberar toda la carga que ni
siquiera sabemos desde cuándo o porqué o para qué la llevamos como equipaje a
donde quiera que vayamos. Tomamos las decisiones de acuerdo a esos valores,
sentimos y reaccionamos a ellas todo el tiempo.
Igual que los ordenadores, el software se
instala y se desinstala a nuestras necesidades, las creencias pueden cambiarse,
sustituyendo siempre una a otra. Todo es cuestión de desaprender y aprender.
Una vez que sepamos manejar este simple mecanismo, podemos entendernos más,
conocernos más y sobretodo gobernarnos.
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