“sólo los aquellos que sean como niños entrarán
al reino de los cielos” Lucas 17,18.
Otra vez inicio con una frase bíblica, no quiere decir que de pronto me
estoy volviendo religiosa, nada más lejos de la realidad (sin intención de
ofender a nadie). Pero es muy fácil ejemplificar algo, a partir de
lo que la mayoría de las personas ya lo tienen por conocido. Claro que hay que
empezar especificando que ésta frase y todas las que existen en la biblia, no
se pueden tomar literales, porque todo el libro está lleno de metáforas, de
analogías; desgraciadamente traducidas para intereses específicos restando, que más bien diría distorsionando, la enseñanza para las que se dijeron.
Ser
como un niño no es hacer niñerías ni bobadas, así que para clarificar bien esto
que les quiero compartir, vamos enfocándonos
en las características que tiene un niño que a nosotros como un adulto
maduro (que no es igual que un adulto a secas)
nos interesa. Los niños son espontáneos, francos, honestos e inocentes, todo
lo toman a juego, y hace de ello el diario vivir. En sí estas cualidades son en
las que nos vamos a centrar.
Cuando vamos creciendo, perdemos la espontaneidad por la cantidad de
reglas de educación, que nos limita al momento o el lugar o la persona
“adecuada”; nadie en todo el mundo, tiene la facultad de señalar qué es
correcto. Tiene regulaciones que oscilan de acuerdo al lugar o con quien estés,
por lo tanto es inútil, por no decir ridículo que en algún momento hagamos o
dejemos de hacer algo con esta premisa. Cuando dejamos de ser espontáneos, es
no hacerle caso al corazón, él es un guía formidable para nosotros, cuando
tenemos un fuerte deseo de decir, probar, hacer o lo contrario, no querer, que incluso escapa a nuestro razonamiento, es
porque, como dice la canción “nos nace
del corazón”; si por miedo, protocolo, o por el típico “que van a pensar de
mi”, no le hacemos caso, y esto se
repite muy a menudo, llega un momento que perdemos conexión con nuestro
corazón, muchas veces terminando en que no sabemos lo que queremos, pero
realmente es otra cosa, nuestro corazón nos dicta algo y la mente considera
otra cosa o lo reprueba. Incluso hay una gran creencia que hay que pensar muy
bien las cosas, cuando lo hacemos así, nos regimos por lo que nos han hecho
creer que es lo mejor, “lo mejor” de acuerdo a la perspectiva de quien decide, pero
nunca lo que es mejor para uno es mejor para el otro, además, si lo razonamos
bien, lo que ya te dictan, fueron reglas colectivas, que muchas tienen miles de años, algunas las
dejaron de usar por obsoletas, y de las que siguen vigentes, ¿Quién nos asegura
que es la verdad absoluta? Como cuando
decían que la Tierra era plana, nuestros sentidos nos dicen eso, pero todos
sabemos ahora que no es así.
La
sinceridad de un niño, que es hablar sin diplomacia de por medio, hasta que sus
padres o quien se encargue de la crianza le convenza que es mejor mentir, para
no molestar a nadie con lo que a él le
parece que ocurre, o lo que siente, de
la noche a la mañana, el pequeño empieza a desensibilizarse, para que su
olfato, gusto, vista, tacto y oído, no perciban casi nada, por aquello que es
mejor visto, más educado y por lo tanto, la persona que se espera que sea. Perdiendo
el sentido de la franqueza, mintiendo casi patológicamente, hasta que se hace
en piloto automático para mayor comodidad. Se va alejando tanto de sus sentidos
que llega en momento en que se convierte en un desconocido para él mismo, sin reconocer siquiera que le molesta o gusta, porque es
mejor atender las necesidades de terceros, hasta llegar a un total estado de
incoherencia, éxito absoluto de su educación. Total, eso es lo que hace la “gente buena”,
hecha como “Dios manda” (con eso de que a Dios le cargan toda la sarta de
tonterías) que nos ponen por único modelo aceptado a seguir. Todo lo que NO
tenga una buena dosis de sacrificio y culpabilidad, es malo, por ende
repudiado. Dando como conclusión que ser honesto no es bueno, ni siquiera con
uno mismo, no vaya a ser que por escuchar tus pensamientos también estés siendo
malo.
La
inocencia no es lo mismo que ignorancia,
mucha gente discrimina a los
niños, como si fueran tontos, porque desconocen muchas cosas, eso, exactamente
da esa inocencia, que cuando le cuentas algo o ve algo, sólo tomará literal lo
que ve o escucha, no le pondrá sus propias interpretaciones, basadas en
experiencias pasadas, por lo tanto, estará libre de juicios. Todavía repetimos
mucho, que los seres inocentes no tienen consciencia de lo bueno o malo, si
diseccionamos esto último, todo es bueno o todo es malo, de acuerdo a la
conveniencia de algo o alguien. Nosotros como adultos, ya nos han enseñando
bastante qué es lo que es “bueno” y su contrario, pero ¿según quién?, cuando
nosotros vemos algo o nos pasa, determinamos rápidamente si es una cosa o la
otra. De acuerdo a la clasificación nos sentiremos bien o mal, o tomaremos
decisiones como consecuencia de. Esto nos mantiene en una oscilación entre la
paz y la intranquilidad. Siendo esclavos eternos, de nuestros juicios, creyendo
que son las circunstancias las que nos dictan nuestro estado de ánimo.
Sin
éstas características un niño, ya no es tal, será un adulto chiquito, aunque queda una, muy importante, la del juego. Que
todavía quedaba íntegra antes de los juegos intercolegiales y/o los
videojuegos; el sentido del juego en un niño, era, lo voy a poner así, porque
ya ha variado mucho, sobre todo con la intervención de las súper mamás (que
hacen de todo, menos de mamá); un modo de experimentar, compartir, descubrir,
participando con otros niños, sin mayor ambición que estar bien. Nada se
tomaban en serio, por eso los niños discutían y a los tres minutos ya eran amigos
otra vez, pero gracias a la modificación porque no voy a decir que es evolución,
el juego se ha vuelto combate, no
me refiero a la temática de los videojuegos (que eso es otro tema), sino a la
lucha de poder y territoriedad que los niños ahora presentan. Con una consigna:
ganas o no vales o no existes. Lo cual
ya le da otro sentido a dicho acto. El jugar, ese momento de ocuparte en algo,
donde no importaba como, cuando ni donde, sólo hacerlo, que mantiene a los
niños alegres, despreocupados, sólo ocupados en la actividad que realizan y
gozan, es lo que nos difiere como adultos. No porque se dediquen a jugar, sino
que todo lo convierten en un juego. Es
muy, muy raro, como adulto contemporáneo, hacer algo sin pensar en otra cosa, totalmente
desconcentrado y desenfocado, todo es un “ya quiero terminar” porque mientras
lo hago, o estoy en un futuro, pensando
hacer otra cosa que en ese momento no estoy haciendo, o viajando al pasado, ya sea porque crea que
es mejor o para encontrar excusas para sentirme frustrado o enojado, dejando el
gozar las actividades diarias como “cosa de niños” o sólo para cuando estoy de
vacaciones, aun que cuando eso llegue, no se tenga ni idea de qué o cómo hacer.
Pues bien, esos pequeños grandes maestros, nos muestran una manera más
sana de vivir, sin tantas necesidades, que si pudiéramos ir dejando una por
una, llegaríamos a sólo las básicas, tendríamos mucho de todo y tiempo para
disfrutarlo.
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