viernes, 29 de mayo de 2015

Volvamos a ser niños.

“sólo los aquellos que sean como niños entrarán al reino de los cielos” Lucas 17,18.  Otra vez inicio con una frase bíblica, no quiere decir que de pronto me estoy volviendo religiosa, nada más lejos de la realidad (sin intención de ofender a nadie).   Pero es muy fácil ejemplificar algo, a partir de lo que la mayoría de las personas ya lo tienen por conocido. Claro que hay que empezar especificando que ésta frase y todas las que existen en la biblia, no se pueden tomar literales, porque todo el libro está lleno de metáforas, de analogías; desgraciadamente traducidas para intereses específicos restando,  que más bien diría distorsionando,  la enseñanza para las que se dijeron.
     Ser como un niño no es hacer niñerías ni bobadas, así que para clarificar bien esto que les quiero compartir, vamos enfocándonos  en las características que tiene un niño que a nosotros como un adulto maduro (que no es igual que un adulto a secas)  nos interesa. Los niños son espontáneos, francos, honestos e inocentes, todo lo toman a juego, y hace de ello el diario vivir. En sí estas cualidades son en las que nos vamos a centrar.
     Cuando vamos creciendo, perdemos la espontaneidad por la cantidad de reglas de educación, que nos limita al momento o el lugar o la persona “adecuada”; nadie en todo el mundo, tiene la facultad de señalar qué es correcto. Tiene regulaciones que oscilan de acuerdo al lugar o con quien estés, por lo tanto es inútil, por no decir ridículo que en algún momento hagamos o dejemos de hacer algo con esta premisa. Cuando dejamos de ser espontáneos, es no hacerle caso al corazón, él es un guía formidable para nosotros, cuando tenemos un fuerte deseo de decir, probar, hacer o lo contrario, no querer,  que incluso escapa a nuestro razonamiento, es porque,  como dice la canción “nos nace del corazón”; si por miedo, protocolo, o por el típico “que van a pensar de mi”,  no le hacemos caso, y esto se repite muy a menudo, llega un momento que perdemos conexión con nuestro corazón, muchas veces terminando en que no sabemos lo que queremos, pero realmente es otra cosa, nuestro corazón nos dicta algo y la mente considera otra cosa o lo reprueba. Incluso hay una gran creencia que hay que pensar muy bien las cosas, cuando lo hacemos así, nos regimos por lo que nos han hecho creer que es lo mejor, “lo mejor” de acuerdo a la perspectiva de quien decide, pero nunca lo que es mejor para uno es mejor para el otro, además, si lo razonamos bien, lo que ya te dictan, fueron reglas colectivas,  que muchas tienen miles de años, algunas las dejaron de usar por obsoletas, y de las que siguen vigentes, ¿Quién nos asegura que es la verdad absoluta?  Como cuando decían que la Tierra era plana, nuestros sentidos nos dicen eso, pero todos sabemos ahora que no es así.
     La sinceridad de un niño, que es hablar sin diplomacia de por medio, hasta que sus padres o quien se encargue de la crianza le convenza que es mejor mentir, para no molestar  a nadie con lo que a él le parece que ocurre, o lo que siente,  de la noche a la mañana, el pequeño empieza a desensibilizarse, para que su olfato, gusto, vista, tacto y oído, no perciban casi nada, por aquello que es mejor visto, más educado y por lo tanto, la persona que se espera que sea. Perdiendo el sentido de la franqueza, mintiendo casi patológicamente, hasta que se hace en piloto automático para mayor comodidad. Se va alejando tanto de sus sentidos que llega en momento en que se convierte en un desconocido para él mismo, sin  reconocer  siquiera que le molesta o gusta, porque es mejor atender las necesidades de terceros, hasta llegar a un total estado de incoherencia, éxito absoluto de su educación.  Total, eso es lo que hace la “gente buena”, hecha como “Dios manda” (con eso de que a Dios le cargan toda la sarta de tonterías) que nos ponen por único modelo aceptado a seguir. Todo lo que NO tenga una buena dosis de sacrificio y culpabilidad, es malo, por ende repudiado. Dando como conclusión que ser honesto no es bueno, ni siquiera con uno mismo, no vaya a ser que por escuchar tus pensamientos también estés siendo malo.
     La inocencia no es lo mismo que ignorancia,   mucha gente discrimina a los niños, como si fueran tontos, porque desconocen muchas cosas, eso, exactamente da esa inocencia, que cuando le cuentas algo o ve algo, sólo tomará literal lo que ve o escucha, no le pondrá sus propias interpretaciones, basadas en experiencias pasadas, por lo tanto, estará libre de juicios. Todavía repetimos mucho, que los seres inocentes no tienen consciencia de lo bueno o malo, si diseccionamos esto último, todo es bueno o todo es malo, de acuerdo a la conveniencia de algo o alguien. Nosotros como adultos, ya nos han enseñando bastante qué es lo que es “bueno” y su contrario, pero ¿según quién?, cuando nosotros vemos algo o nos pasa, determinamos rápidamente si es una cosa o la otra. De acuerdo a la clasificación nos sentiremos bien o mal, o tomaremos decisiones como consecuencia de. Esto nos mantiene en una oscilación entre la paz y la intranquilidad. Siendo esclavos eternos, de nuestros juicios, creyendo que son las circunstancias las que nos dictan nuestro estado de ánimo.
     Sin éstas características un niño, ya no es tal, será un adulto chiquito, aunque  queda una, muy importante, la del juego. Que todavía quedaba íntegra antes de los juegos intercolegiales y/o los videojuegos; el sentido del juego en un niño, era, lo voy a poner así, porque ya ha variado mucho, sobre todo con la intervención de las súper mamás (que hacen de todo, menos de mamá); un modo de experimentar, compartir, descubrir, participando con otros niños, sin mayor ambición que estar bien. Nada se tomaban en serio, por eso los niños discutían y a los tres minutos ya eran amigos otra vez, pero gracias a la modificación porque no voy a decir que es  evolución,  el juego se ha vuelto combate,  no me refiero a la temática de los videojuegos (que eso es otro tema), sino a la lucha de poder y territoriedad que los niños ahora presentan. Con una consigna: ganas o no vales o no existes.  Lo cual ya le da otro sentido a dicho acto. El jugar, ese momento de ocuparte en algo, donde no importaba como, cuando ni donde, sólo hacerlo, que mantiene a los niños alegres, despreocupados, sólo ocupados en la actividad que realizan y gozan, es lo que nos difiere como adultos. No porque se dediquen a jugar, sino que todo lo convierten en un juego.  Es muy, muy raro, como adulto contemporáneo,  hacer algo sin pensar en otra cosa, totalmente desconcentrado y desenfocado, todo es un “ya quiero terminar” porque mientras lo hago,  o estoy en un futuro, pensando hacer otra cosa que en ese momento no estoy haciendo,  o viajando al pasado, ya sea porque crea que es mejor o para encontrar excusas para sentirme frustrado o enojado, dejando el gozar las actividades diarias como “cosa de niños” o sólo para cuando estoy de vacaciones, aun que cuando eso llegue, no se tenga ni idea de qué o cómo hacer.

        Pues bien, esos pequeños grandes maestros, nos muestran una manera más sana de vivir, sin tantas necesidades, que si pudiéramos ir dejando una por una, llegaríamos a sólo las básicas, tendríamos mucho de todo y tiempo para disfrutarlo. 

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